De su huella, convertida por el tiempo y la civilización en una absoluta
nada casi sin memoria, queda el recuerdo, un pellizco de tristeza que nos hace añorar
existencias como la suya que, lejos de su importancia o su falta de relumbrón, tienen
un lugar en la historia de los pueblos, y el eco garabateado de un tiempo
cierto, por más remoto y menos nuestro que nos parezca.
Libro de Cuentas (1752).- Archivo Municipal (P. Calzada) |
Etimológicamente,
“hospital” deriva del latín “hospes” (huésped), lo que parece hacer referencia
a que en la remota antigüedad, los hospitales venían a ser un lugar de
hospedaje, alojamiento y sustento, para cuantos llegaban hasta él. Pobres,
menesterosos y enfermos, que no dejaban nada atrás cuando abandonaban un lugar
y no encontraban nada cuando llegaban a otro diferente.
Posiblemente los antecedentes más
próximos, fueran los “iatreia” griegos, pequeños dispensarios situados en las plazas del mercado, donde
ejercían los médicos, hasta donde era llevado el enfermo. Con el Imperio
Romano, se desarrollan los valetudinaria – del latín valetudo, salud, y valetudinarius, enfermo – como institución militar ya que se construían en las
inmediaciones de las fortalezas militares para atender a los soldados enfermos
o heridos, aunque también proporcionaban hospedaje a viajeros. En el siglo IV con
la aceptación del cristianismo como religión del Imperio, el cuidado de los
enfermos se generaliza y aparece el xenodochium, albergue u hospital para peregrinos y enfermos cristianos, que no
tardan en convertirse en lugares que acoge a necesitados, sin hogar, huérfanos,
ancianos y pobres.
Luego de la existencia en Éfeso, durante
la Antigüedad Tardía, de un hospital con 300 camas para enfermos de peste y de
que en Europa Occidental naciera en el año 400 el primer nosocomio “para
recoger los enfermos de las calles y cuidar a los desgraciados que padecen la
enfermedad y la pobreza”, en la baja Edad Media tiene lugar un fuerte
desarrollo de los hospitales, a lo que contribuyeron las Órdenes Militares.
Y aunque su cuándo, permanece oculto, y su cómo y su por qué, “este establecimiento fue fundado en tiempo remoto cuia
fecha y nombre de su fundador no consta”, fue al amparo del Priorato de San Marcos de León cuando vio la luz el
Santo Hospital de Pobres de Puebla de la Calzada, “con objeto
de recoger y asistir enfermos pobres según consta por tradición”, que durante 300 años acogió a pobres y atendió
enfermos, con más pobreza que fortuna, mas escasez que abundancia y con más
miseria que recursos.
En la visita de 1549, los visitadores de la Orden nos dicen que “en el dicho lugar ay un ospital
al que los dichos visitadores visitaron en una casa que tiene una delantera
grande. Tiene dos camaras, una a un lado y otra a otro y en medio una calleja
por donde entran…” [Sic]
Detallan entre sus bienes, “una caldera buena, dos cabezales viejos, una sartén y un asadero y un
candil, dos fundas, un repartidor…” Y hablan de las cuentas de “juan barrena, mayordomo que fue del dicho ospital el año de quinientos
quarenta y nueve…” [Sic]
Arcoíris de un
pasado que, al albur de su velado incógnito, nos contempla sereno y expectante,
la única memoria del Santo Hospital de Pobres de Puebla de
la Calzada, su único e impagable testigo, es el
Libro de Cuentas, que descansa ajeno a la
verdad de un tiempo en el que brillos y tinieblas cohabitaban sin rubor mientras
que abundancia y desdichas compartían el mismo casi inexistente plato.
Sin ambiciones, ignorado
por sesudos y capaces, el Santo Hospital de Pobres fue una realidad, matizada
si se quiere por mil y un inconvenientes, que a poco que se la contemple con la
sabiduría que garantiza el tamiz del tiempo, nos regala otra sensación, otro
pulso de lo que pudieron ser los días de aquellos hombres y mujeres que ocuparon
los mismos espacios que hoy transitamos nosotros. Dineros, tuvo poco o ninguno,
salvo los que generaban los censos – renta que pagaban los que explotaban o
disfrutaban sus propiedades – cuando se los pagaban. “Doszientos quarentta y nueve reales de vellón que a
cobrado de réditos de los Zensos que diversas personas estaban deviendo
atrasados a dicho Hospital” [sic]
Aquella casa “baja
cubierta de madera a dos aguas” como la definieron los visitadores en el siglo XVI, que se asomaba a la
Plaza escoltada por las calles Iglesia y Corral, y que reunía pocas condiciones
para parecer lo que era, sufrió necesarias reparaciones como la de 1644 cuando
se gastaron “diez reales que pago al albañil y su peón que le ayudo a
correr lhospital que se llovía todo” o los “diez y ocho reales que pago a Pedro Sanchez, vezino del
montijo por aderezar e lhospital” [sic]
La dejadez, o razones que superan nuestro discernimiento, le han borrado
la historia hasta 1640 perdiendo el libro, o libros que debieron existir, en aquellos
años inquietos en que el humo de los campamentos español y portugués
ensombreció el pacífico acontecer de un pueblo que solo entendía de la pelea diaria
con la dificultad. El Libro de Cuentas, habla de aquellos días sin rencor. Miguel
Sánchez, en septiembre de 1644, como mayordomo dice que no se le entregan ocho
escrituras de censo que pagan vecinos de “esta
villa y del Montijo y
un libro viejo donde se solía tomar las cuentas”
Y muestra una hermosa, triste y, a veces, lastimosa paleta de situaciones que
perfila, con el inusitado realismo de la orgullosa humildad de sus apuntes, su oscura
tarea diaria de saciar estómagos vacíos, atender enfermos y encontrar recursos.
Como hace Juan Gahón, mayordomo durante la algarada hispanolusa, que declara
haber pagado “cuatro reales a
Miguel Sánchez, vecino de esta villa, por llevar un portugués herido a la villa
de Talavera por mando del Sr. Cura”
y “tres reales que se gastaron en una estera para un
enfermo que se curase, portugués que vino herido de la campaña”
Año
tras año, por sus entrañas transitan con exultante naturalidad, la caridad, la
entrega, la renuncia y un trazo de la indolencia consustancial al ser humano
que, cuantificadas en la frialdad de los números, la única y desamparada voz
que le queda, lo descubren con la delicada pincelada de una sutil transparencia,
inagotable y perseverante en su ahora desconocida labor. Como los “doce
reales de tierra blanca y una mujer que se ocupo en embarrar todo el santo
Hospital”, los
“seis reales a Mari Ramos, viuda, por lavar las ropas del hospital”, los “cinco reales que importaron las dos almohadas
y colchones y el hilo que se gasto para hacerlas” y
los “quatro reales que gasto en yr a merida por el
mandamiento del Sr Provisor en gasto de mi persona y la cabalgadura”
[sic]
Y con
insolente sencillez, destapa la realidad de su esencia, los pobres y enfermos,
en los que invierte lo poco que tiene y lo mucho que no tiene.
“Cincuenta y dos
reales que pago por un colchoncillo con un poco de lana, una colcha a medio
servir y un cobertor azul muy usado, para las camas de los pobres del hospital”,
“dos reales y medio de esteras para las camas de
los pobres”, “tres
reales que pago por trasportar un pobre que estuvo enfermo que paso a Talavera”,
“dos reales que se dio a un pobre que se transporto
de esta villa a Torremayor” “veinticuatro
reales que se gastaron en alimentar un pobre enfermo”,
“cinco reales por la compostura de un caldero y una
sartén y de escobas y ollas que compro para los pobres”
y los “diez y ocho reales de una mortaja para un pobre
que se murió”.
En 1747 se hizo una profunda renovación, en la que se invirtieron “quinientos
cincuenta y un reales y catorce maravedís en la obra nueba que se encargó a Manuel
Ramos, maestro de dicha obra, de su trabajo, peones y con espresión de cal,
ladrillo, teja, palos, caña y demás materiales que se pasttaron en ella” [sic] También
se pagaron “treinta y nueve reales que importo los reparos
que ha hecho en solar la cocina de afuera y de adentro de los pobres, en
orillarlas, calafettearlas y recalçar la pared del corral de dicho hospital” [sic] Y
otros “dos reales de un cincho para el cubo del pozo, un
real por la soga y dos reales por un fondón para dicho cubo” y
“cinco reales que pago por el farolito para
alumbrar al divino Señor que está a la puerta”. Un tiempo en el abismo del
tiempo.
Por aquellas fechas, declaran los maestros alarifes Juan de
Coca Borba y João Sapata, “…citado
Hospital posehe unas casas compuestas de Zaguan, Quarto Dormitorio, la sala de
ungüentos, Alcoba, Cozina, Quadra y Corral, sin incluir la sala dela derecha
que es del edificio destinado a los pobres y toda ella incluso paredes, cañizo,
maderas, teja, solar, puertas, pozo, chimenea y demás que la constituien…” [Sic]
La escasez obliga a pagar tarde y mal, como
los “500 reales pagados al boticario por las medicinas
que ha preparado a los pobres enfermos del pueblo por los años de 1796, 97, 98
y parte de 99”,
y a la cicatería con el hospitalero, cuyo
salario de “cincuenta reales al año por cuidar y asear el
santo hospital y a los pobres enfermos”
es el mismo en 1749 y 1799.
Aunque
el Libro de Cuentas del Santo Hospital enmudeció un
15 de febrero de 1832 cuando el Mayordomo Juan Cacho presenta su gestión de
1831, las hojas en blanco que conserva, como
si hubieran olvidado el paso del tiempo, parecen seguir esperando el áspero tacto
de la pluma y la cálida humedad de la tinta.
Pero el Hospital de Pobres sobrevivía
en 1857 de los presupuestos municipales de beneficencia, “su dirección y administración está a cargo del Alcalde
constitucional de esta villa en virtud de la orden que rige”. Aquel año “se presupuestan en beneficencia 1100 reales, 800 para el médico por la asistencia a los enfermos del
hospital y 300 para medicinas aplicadas en el establecimiento”
Su inmemorial precariedad, las desamortizaciones y el
progreso, lo hicieron agonizar irremediablemente. O quizás, trescientos años alimentando
pobres, sanando enfermos y enterrando mendigos, le pesaron demasiado.
Y se murió de
viejo.
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